lunes, 14 de julio de 2014

Crimen en la pasarela


Guillermo Rendueles (Psiquiatra)
La noticia vino a sacudir el aburrimiento mortal de la campaña electoral. Por fin los medios podían alimentar el hambre de novedades de la multitud. Prensa y público coincidieron en interpretar el suceso en clave de folletín, excluyendo cualquier análisis sociopolítico. Que si dramas de cuernos, de dinero, de lesbianismo, en un repulsivo etcétera de habladurías que prefiero ignorar. Ha­bla­durías que ya empiezan a traducirse al género psiquiátrico y que amenazan con convertir el juicio contra  Montserrat González y su hija Montserrat Triana en una sesión clínica donde forenses, psicólogos y psiquiatras debatirán sobre cuánto de locas y cuánto de criminales tienen las acusadas y los matices de la amistad con la policía municipal encarcelada con ellas. La prensa ya filtra la calificación policial de psicópatas y unos móviles criminales de rencor-odio confesados por Montserrat González ideales para continuar el rumor popular en clave psiquiátrica.

La psiquiatrización del crimen

La justicia clásica, basada en retribuir el crimen con un castigo similar al daño sin atender a la psique del criminal, no precisaría mucho tiempo para sentenciar a la pareja acusada dada la concordancia de pruebas. Sin embargo, hoy sentimos esa justicia objetiva como un anacronismo despiadado. En Vigilar y castigar, Foucault nos recuerda aquella justicia que teatralizaba y ejecutaba públicamente a la criada asesina con el mismo puñal del crimen, tratando de reequilibrar así el mundo trastornado por el mal. Lograba hacernos sentir orgullosos de nuestra justicia humanizada, para contradecirnos inmediatamente con los ejemplos de los dislates de esa justicia psiquiatrizada que juzga la intencionalidad del delincuente, convierte a los jueces en psicólogos y a sus sentencias en fárragos que abren o cierran puertas de la cárcel por peritaciones que siempre encuentran disculpa en la salud mental del criminal.
La justicia premoderna reconocía que los criminales-locos eran “inimputables”. Significaba que sus acciones no tenían un sujeto humano porque, con las alucinaciones o el delirio que gobernaban la conducta del alienado, éste había perdido su cualidad humana al no corresponderse su intención con lo real. Condenar al loco que asesina a un niño desconocido en un parque al dictado de sus alucinaciones es similar a condenar al árbol que lo aplasta. La novedad es que la psiquiatrización judicial actual ha ampliado los atenuantes, apreciando criterios tan difusos como la personalidad, la motivación o el grado de voluntariedad del delincuente que, combinadas con unas clasificaciones psiquiátricas que han ampliado su catálogo de trastornos de unas docenas a unos cientos, construyen el contexto ideal para encontrar grados de locura en cualquier delito.

Las enseñanzas de Maquiavelo


Abandonar el mundo de las habladurías más o menos psiquiatrizadas para ser fieles al acontecimiento requiere contextualizar el crimen. Y para ello, nadie mejor que Maquiavelo, maestro común de los políticos en liza por alcanzar el poder. Frente al carisma que caracteriza al caudillo que lidera el grupo fascista, la personalidad maquiavélica parece la estructura de personalidad que mejor habilita para el triunfo en los partidos políticos democráticos. “Si puedes matar a tu enemigo, hazlo; si no, hazte su amigo”, explicaba el autor de El príncipe.
Los rasgos que el psiquiatra R. Chistye atribuye a esas personalidades maquiavélicas son reconocibles en las élites políticas: “Ven al resto de mundo como objetos a manipular, consideran la mentira como norma moral si con ella alcanzan el éxito, carecen de culpa y pueden aparecer como encantadores pero también cínicos y arrogantes”. No padecen enfermedades mentales pero bordean las personalidades narcisistas y antisociales, que se agudizan con los fracasos en sus carreras.
La praxis maquiavélica se aleja del poder dictatorial descrito por Orwell. Nunca mostrará cuatro dedos para hacer afirmar a la multitud que hay cinco porque el Partido así lo manda.Lo que debe darnos miedo a los de abajo es que la investigación empírica parece asegurar la relación entre el éxito en liderazgo democrático y una personalidad maquiavélica. Así lo intentó demostrar el catedrático de psicología social Anastasio Ovejero, al encontrar una correlación estadística ya en el colegio, donde los chavales que puntuaban más alto en los “test de maquiavelismo” adquirían más fácilmente el papel de líder en grupos escolares asturianos.
Politizar el “crimen de León” requiere excluir el relato folletinesco de las pasiones amorosas, porque a estas criaturas partitocráticas les gusta más mandar que follar y los sentimientos que los llevan a matar tienen más que ver con el deseo de poder y la escalada de posiciones de partido entre gentes arrogantes y amorales. Las interacciones en el mundo del escalafón no conocen otra lógica que la del amigo-enemigo dentro de coaliciones frágiles y en continuo cambio. A Winston Chur­chill se le atribuye la enseñanza de esa práctica a un compañero de grupo político que señalaba como enemigos a la oposición corrigiéndole: “Ésos son nuestros adversarios, los enemigos son los de nuestro partido”. El narcisismo de las pequeñas diferencias, la necesidad de diferenciarse tanto del correligionario como del rival político, crea también unas interacciones de violencia simbólicas muy similares a las de los hooligans que viven como dramas lo que no son más que oportunismos en busca de fortuna.
De ahí a que, en una situación de derrota política y riesgo de quedar fuera del escalafón político-laboral como el que sufre nuestra pareja homicida, el delirio proteja la intolerable pérdida de autoestima que, incapaz de aceptar la identidad del perdedor, elige desarrollar una paranoia criminal que situaría el crimen en la órbita del accidente laboral de una profesión con tanto riesgo como la vocación de Isabel Carrasco por ser mandataria.

Trastorno del espectro paranoide

G.R.
Sin poseer dotes adivinatorias, aventuro que las acusadas serán diagnosticadas por los peritos de la defensa con algún ‘trastorno del espectro paranoide’. Admitiendo ese clima paranoide que colorea el crimen, conviene matizar los ambiguos significantes de este término. Cuando cambia el director de una empresa, todo el mundo “se pone paranoide”. Ambas experiencias tienen poco que ver con el ‘psicótico paranoide’, que interpreta como indicios de un complot las referencias de las canciones de TV o los bocinazos de un coche, imaginario persecutorio que le obliga a defenderse con una violencia equiparable al daño. En este caso, la paranoia es una enfermedad que se tiene, y en los anteriores, una personalidad que se es o un estado en que se está.


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