Uno de los medios de los que se ha dotado la psicología para tratar de acercarse a la metodología de otras disciplinas como la medicina, es el famoso Manual de Trastornos Mentales (DSM) elaborado en los Estados Unidos, que contiene la definición de todos esos problemas de salud mental que tanto nos gusta usar, como el TDAH, el TOC y un largo etcétera. A simple vista una robusta herramienta para clasificar y estudiar clínicamente los trastornos y sus tratamientos. Pero, ¿es esta Biblia psiquiátrica realmente un elemento confiable? Para entrar en esta cuestión creo que es interesante conocer de dónde viene, porque como su homólogo teológico, sus oscuros orígenes parecieran inspirados por algo etéreo cuando no es en absoluto así.
En 1972, la salud mental en Estados Unidos llevaba ya décadas en manos de la influyente APA —American Psychiatric Association— que gestionaba los hospitales mentales. El modelo bajo el que se determinaba la salud psicológica de las personas era de orientación psicoanalítica, pues era en el que se habían formado la mayoría de los psiquiatras. Lo cual no deja de ser algo paradójico si tenemos en cuenta la alergia de este modelo hacia las clasificaciones, por otra parte.
David Rosenhan, que era psicólogo y estaba por tanto al margen de la institución psiquiátrica, tenía importantes dudas con respecto a la fiabilidad de los diagnósticos que se realizaban en dichos centros. De hecho, intuía que el contexto del examinador —y por tanto, también la cultura predominante— determinaba el juicio clínico, que era asistemático y poco científico. Así que diseñó un curioso experimento para comprobarlo: instruyó a ocho personas entre amigos y conocidos de diversa formación —desde amas de casa a psicólogos, pasando por pediatras o pintores— para que acudieran a hospitales mentales a pedir el ingreso refiriendo un único síntoma: oír una voz que les decía «¡plaf!», otras fuentes dicen que «¡zas!» o incluso «¡thud!», los estudiosos no se ponen de acuerdo. Nada más. La segunda parte, una vez dentro, implicaba comportarse normalmente, tomar notas de todo lo que vieran y avisar de que las voces habían desaparecido.
Siete de los voluntarios fueron diagnosticados de esquizofrenia, y el restante de un cuadro maníaco-depresivo: todos fueron ingresados. A pesar de aplicar la consigna, tardaron entre siete y cincuenta y dos días —el propio Rosenhan— en ser dados de alta con la etiqueta de «esquizofrenia en remisión». Algunas de las observaciones más curiosas incluyen el hecho de que fueran en muchas ocasiones los propios internos los que sí se dieran cuenta de que los infiltrados no eran enfermos mentales, treinta y ocho pacientes reales los detectaron, mientras que nadie del personal supo verlo.
Las conclusiones del experimento fueron finalmente publicadas en la prestigiosa Science «On being sane in insane places» en 1973 y crearon el revuelo que se pueden imaginar. En un intento de contrarrestar los efectos del hoy mítico estudio, uno de los hospitales retó a Rosenhan a repetir el experimento enviándoles pseudopacientes durante tres meses, reto que este aceptó. Al finalizar el plazo, el hospital refirió haber detectado cuarenta y un casos de falsos intentos de ingreso, a lo que Rosenhan respondió afirmando que no había mandado a nadie.
La «oposición» al método analítico, formada por psicólogos conductuales y algunos psiquiatras de formación fenomenológica, no dejó pasar la oportunidad. Con todo el edificio de la psiquiatría estadounidense tambaleándose apareció en escena un curioso personaje, el psiquiatra Robert Spitzer, a pescar en el río revuelto. Este profesor de Columbia era un irreductible enemigo de la psicodinámica de inspiración freudiana, así que aprovechó el escándalo para propinarle el golpe de gracia a la titubeante disciplina y asaltar su castillo, lo que no le impidió criticar con saña la metodología de Rosenhan, una vela a Dios y otra al Diablo.
¿Cómo lo hizo? Pues se valió de una herramienta insignificante, el menguado DSM-II. Por entonces, un intrascendente breviario clínico de tan solo 134 páginas empleado en algunos hospitales como orientación y que sin ir más lejos, identificaba la homosexualidad como un trastorno mental. Precisamente a raíz de esta controversia, Spitzer aprovechó para colocarse del lado de los activistas gais, cogió impulso y se postuló para el puesto vacante de redactor del DSM-III, que obtuvo al ser el único candidato.
Desde aquí puso en marcha su plan de eliminar el juicio humano de la psiquiatría. Se trataba de redactar un manual clínico basado en conductas observables desde la fenomenología —vamos, la observación de síntomas, pensamientos y emociones asociados con la psicopatología—, una herramienta que pudiera ser universalmente utilizada y que eliminara los diagnósticos subjetivos. Incluso usted, querido lector, podría utilizarlo en su casa. De hecho, puede hacerlo. Eso sí, cuando se encuentre veinte trastornos en una tarde tonta luego no se asuste demasiado, es lo habitual.
El nuevo DSM prescindía de describir las causas de cada cuadro clínico, al considerar que era el motivo de tanto fallo diagnóstico. ¿Cómo se agruparon los síntomas para identificar cada trastorno? Tal como explica el propio Spitzer a Jon Ronson, juntando decenas de psiquiatras —de similar línea teórica— en una sala y proponiéndolos a grito pelado mientras se pasaban las sugerencias a máquina a duras penas; quien más insistía y más alto hablaba era el que se imponía. El único trastorno que no se admitió fue el «Síndrome del Niño Atípico», caracterizado por «síntomas indefinibles pero atípicos». No, no parece tampoco excesivamente científico, ¿verdad?
Por si se lo estaban preguntando, también eliminó la homosexualidad como trastorno, lo que le valió un demoledor comentario de Paul Watzlawick, padre del constructivismo: «Eso ha constituido el mayor éxito jamás alcanzado, pues millones de personas se curaron de golpe de su enfermedad». Después de tanta gloria, en 2001 Spitzer trató de introducir su revolucionario método para el cambio de orientación sexual —de homo a hetero, por supuesto— sin mucho éxito salvo en círculos ultramontanos del Bible Belt, entre los cuales es una «autoridad» en la materia. Lo cual parece dar la razón a Rosenhan sobre los factores sociales y culturales como determinantes para decidir lo que es o no enfermedad mental; si aún no acaban de creerlo siempre pueden acudir a las investigaciones —ejem— realizadas en los cuarenta por el militar y psiquiatra español Vallejo-Nájera para encontrar la cura del marxismo.
El DSM-III, con cuatrocientas noventa y cuatro páginas y doscientos sesenta y cinco trastornos, se convirtió en un éxito, supuso una revolución en la psiquiatría americana y mundial y se institucionalizó como herramienta diagnóstica rápidamente. Pero… ¿consiguió sus objetivos de imparcialidad y eficacia? ¿Ha contribuido realmente a mejorar la práctica clínica? Pues podría decirse que algunos beneficios tuvo, pero a costa de unos efectos indeseados realmente preocupantes. Es indiscutible que dotó de un lenguaje común a los profesionales de la salud mental independientemente de su formación, lo que contribuyó a unificar e institucionalizar conocimientos, pero también que convirtió el medio en un fin por sí mismo: hoy en día pareciera que el principal objetivo de la carrera de Psicología está orientado a realizar diagnósticos como si fueran sudokus y poco más.
Al dar un manual estandarizado paradójicamente se perdió la tradición fenomenológica —para qué ir más allá de los criterios ya indicados, que además son unos mínimos— y con ello la riqueza particular de cada caso. Las personas con problemas psicológicos pasaron a ser uniformizadas y etiquetadas con los riesgos que eso conlleva. Es un dilema habitual en psicoterapia, si es útil o no un diagnóstico DSM más allá de hospitales y administraciones varias; a algunos les puede tranquilizar saber que su problema no es algo rarísimo sino que sale en los libros de texto. Pero a la mayor parte una etiqueta DSM les asusta, les hace creer que son enfermos mentales y sobre todo les da una herramienta para resistirse al cambio, profundizando en su problema: «hago, pienso y me siento así porque soy obsesivo» y «como soy obsesivo, hago estas cosas». De esta trampa circular tautológica es complicado salir. Quitarse la etiqueta cuesta mucho trabajo y tiempo de terapia.
Es más, la pretendida objetividad del manual no es tal. Cojan un criterio cualquiera y traten de determinar cuándo se traspasa el umbral; según dónde pongamos el listón, y eso depende del observador. Se evidencia claramente en los del Eje II —personalidad, los que corresponderían a «rasgos» estables más que a estados transitorios recogidos en el Eje I—, en los que el límite de lo patológico es una frontera difusa. Algunos trastornos se superponen y es difícil diferenciarlos, otros muchos pueden presentarse a la vez —comorbilidad—, existe una buena cantidad de trastornos tipo «ninguno-de-los-anteriores» para cuadros no insertables en ninguna categoría. No es extraño encontrar diagnósticos erróneos y eso que aún no hemos hablado de la discutida decisión de eliminar las causas.
Si bien parece facilitar la labor diagnóstica, esto implica eliminar una variable muy importante: una persona puede ser perfectamente diagnosticada de depresión sin atender a situaciones personales que explicarían coherentemente ese estado de tristeza, no siendo por tanto patológico sino adaptativo. No se puede ignorar el contexto de cada persona, aunque esto pase por aceptar un grado de subjetividad. Por otro lado, ni siquiera la neuropsicología con todos sus avances ha logrado identificar ni una sola causa indiscutible de cualquier trastorno, esquizofrenia incluida, aunque sea una imagen tentadora concebir el cerebro humano como una computadora, esto es incorrecto. El cerebro es plástico, por lo que estaríamos ante un ordenador cuyo «hardware» puede cambiar en función del «software» que usemos; en estas condiciones, es imposible determinar si es la función o el soporte el que determina el comportamiento humano. Ningún DSM ha podido incluir ninguna evidencia biológica como criterio diagnóstico.
Por no hablar de que el espíritu de Rosenhan seguía bien vivo. estamos ante un manual estadounidense hecho por estadounidenses sobre población estadounidense. Puede resultar bastante azaroso el intentar diagnosticar con él, qué sé yo, en Bangladesh o Zambia, etiquetando como trastorno mental usos culturales bien asentados. Y ahora piensen en emigrantes de culturas distintas. En definitiva, no es que el manual no sirva para nada, pero parece claro que tiene graves limitaciones a la hora de cumplir la función para la que fue concebido.
Por último, también había muchos intereses económicos detrás, concretamente de la industria farmacéutica. La redacción de la cuarta versión del texto es un buen ejemplo; treinta y dos nuevos trastornos fueron añadidos en un plis. Uno de los más críticos con ella es precisamente su responsable, Allen Frances, lamentando la tremenda explosión de casos de TDAH, autismo o trastorno bipolar infantil a raíz de su publicación. Que ha conllevado un no menos explosivo aumento de la medicación farmacológica y los balances contables de algunas empresas del sector.
Para acabar de arreglarlo, rodeada de secretismo llega la quinta edición recién salida del horno y la polémica se ha disparado cual prima de riesgo griega. La idea subyacente en el DSM-V es en teoría extender el rango de los trastornos a lo que se conoce como cuadros subclínicos —es decir, los que no llegan a cumplir los criterios para ser trastorno por poco— y evitar diagnosticar de menos. Pero claro, a costa de aumentar exponencialmente los falsos positivos. Así que una buena parte de la población va a verse de golpe y porrazo etiquetada con algún síndrome sacado de la chistera: los adultos inquietos —el TDAH se amplía a los mayores—, los niños rebeldes y sus pataletas, las comilonas de fin de semana, el duelo independientemente del motivo, las personas que presenten cualquier tipo de afición desmesurada que pueda ser calificada de adicción, sin ir más lejos.
No es sorprendente que esta extensión artificial de los problemas de salud mental haya terminado por hartar a los profesionales de la psiquiatría y la psicología, que se han declarado en abierta rebeldía ante esta indiscriminada ampliación de la psicopatología, paso previo a su medicalización, que sanciona algunos comportamientos ya no como delito, confrontación o disidencia, sino como enfermedad mental. La tentación de ver la sombra de un «Gran Hermano» proveedor de soma es grande. Algunas de las críticas son de gran calado; la Asociación Británica de Psiquiatría llega a considerar los defectuosos diagnósticos del DSM como la causa de años de estudios con resultados contradictorios y por tanto de escaso valor. Y no carece de fundamento: leer un experimento con una población de n=20 sujetos con un trastorno límite de personalidad es para echarse a temblar. No solo es uno de los trastornos más difíciles de diagnosticar, sino que no hay dos personas en las que se manifieste de la misma manera. En estas condiciones las conclusiones se han de coger con pinzas en el mejor de los casos.
El DSM se ha convertido en un instrumento orientado a poder incluir a cualquiera en el cada vez más extenso colectivo de «enfermos mentales»; como el «Anillo Único», parece destinado a someternos a todos a golpe de fármacos. No deja de ser una sarcástica metáfora de una sociedad donde lo normal parece ser tener problemas de salud mental. Sin embargo, el futuro de las «sagradas escrituras» se presenta incierto y por ello, apasionante. ¿Estaremos en el punto de partida de algo nuevo o se impondrá la cura por «pastilla mágica»? ¿Se refundará la psiquiatría? ¿Sobre qué bases? Se avecinan tiempos interesantes.
FUENTE: JOT DOWN
No hay comentarios:
Publicar un comentario