La preocupación de diversos organismos internacionales por la obesidad y su desarrollo como "epidemia" en el mundo (sin olvidar que en otra gran parte del mismo, el problema es la hambruna) no es gratuita. En Norteamérica, los datos indican que la obesidad se ha duplicado en los niños y se ha triplicado en los adolescentes entre 1976-1989 y 1999-2000 (National Center for Health Statistics, 2004). En Europa, desde los años noventa, la incidencia en la obesidad infantil también sigue esta tendencia.
España, según datos aportados por el Ministerio de Sanidad y Consumo y basados en el estudio enKid (Serra y Aranceta, 2004), es el cuarto país de la Unión Europea con mayor prevalencia en la población infantil con problemas de peso. Concretamente el 26% de los niños y jóvenes de nuestro país tienen sobrepeso, casi el 14% son obesos, y si nos fijamos en el grupo de edad de 6 a 12 años este porcentaje asciende a 16,1%, teniendo sólo por delante a Italia, Malta y Grecia. No es de extrañar que este Ministerio haya tomado cartas en el asunto con el programa Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad, la Estrategia NAOS (Agencia Española de Seguridad Alimentaria, 2005) que pretende invertir la tendencia creciente de la prevalencia de obesidad, especialmente infantil, y combatir sus repercusiones sobre la salud; y todo ello en un país en el que hace unos pocos años presentaba apenas un 5% de menores obesos y que cuenta entre sus "haberes" con la dieta mediterránea, una de las más saludables.
La obesidad es una enfermedad de etiopatogenia multifactorial, y hay que apelar a variables biológicas, psicológicas y sociales para su correcta formulación. Ahora bien, del incremento en su incidencia parece que el mayor responsable es el último término de la ecuación. Nuestro cambio de hábitos, nuestro "moderno" estilo de vida, ha acabado por pasar factura a nuestras costumbres alimentarias y de actividad física. El cambio del funcionamiento familiar y la dificultad que tenemos los padres para conciliar vida familiar y vida laboral hace que las tareas de crianza, entre las que está la alimentación, se compliquen enormemente. Buscamos (y ofrecemos) soluciones a nuestros niños que no nos consuman mucho tiempo; da igual de qué punto del proceso hablemos: selección, almacenaje o elaboración; y a veces, las propias prisas están presentes incluso en el mismo ceremonial de la comida. Cada vez más, el pan, el arroz, el pescado, las legumbres, la fruta y la verdura están siendo sustituidos por dulces, grasas, refrescos, golosinas y exceso de alimentos pre-cocinados, todo ello presentado como comida atractiva y sabrosa, pero también fuertemente calórica y no necesariamente nutritiva (véase p. ej., Serra, Riba, Pérez, Román y Aranceta, 2003). Por otra parte, aunque según este último estudio (Serra et al., 2003) todavía no es una práctica muy extendida, no es infrecuente que los niños salgan de casa sin haber desayunado y llevando, o comprando camino de la escuela, algún bollo industrial para que ésa sea la primera toma del día.
Pero la obesidad no es sólo un problema de "lo que entra", sino sobre todo de equilibrio y, por tanto, también de cómo y en qué se libera esa energía. Nuestra vida es cada vez más sedentaria y si eso es un problema para un adulto, qué decir de una persona que está en pleno proceso de crecimiento. Los niños han perdido la calle como lugar de juego. Las ciudades ya no son lugares seguros para saltar a la cuerda, jugar al escondite o correr. A ello hay que añadir el son de los tiempos: la televisión, el vídeo-juego, el ordenador..., juegos también muy interesantes pero que, lógicamente, hacen quemar poca energía.
Ciertamente, como bien señalan autores como Henderson y Brownell (2004), vivimos en un entorno "tóxico" (bombardeo de estímulos alimentarios, estilo de vida que hace del comer una mera necesidad fisiológica que hay que cubrir pronto con comida "rápida", y una inactividad que inunda trabajo y ocio). En definitiva, nos enfrentamos a un ambiente que, desde todos los puntos de vista, es lo más contrario a prevenir la obesidad o a un tratamiento para hacerle frente.
Ciertamente, como bien señalan autores como Henderson y Brownell (2004), vivimos en un entorno "tóxico" (bombardeo de estímulos alimentarios, estilo de vida que hace del comer una mera necesidad fisiológica que hay que cubrir pronto con comida "rápida", y una inactividad que inunda trabajo y ocio). En definitiva, nos enfrentamos a un ambiente que, desde todos los puntos de vista, es lo más contrario a prevenir la obesidad o a un tratamiento para hacerle frente.
Las consecuencias que la obesidad y el sobrepeso tienen en la salud son numerosas y variadas, desde un mayor riesgo de muerte prematura, a varias dolencias que, sin ser mortales, tienen un efecto negativo en la calidad de vida: diabetes, hipertensión, trastornos de lípidos, enfermedades cardiovasculares y algunos tipos de cáncer, que aparecen en edad cada vez más temprana (Aranceta, Pérez, Serra, Ribas, Quiles et al., 2003). Además de todas estas secuelas físicas, añadir los perjuicios psicológicos que conlleva esta condición denostada estética y "moralmente" desde un punto de vista cultural y social. Muchos pacientes obesos presentan una importante proporción de problemas emocionales tales como ansiedad y depresión (Devlin, Yanovski y Wilson, 2000), sin olvidar la importante relación que existe entre obesidad y el trastorno por atracón, un trastorno alimentario atípico (para más información, ver Saldaña, 2002).
Llegados hasta aquí, es posible que nos asalte una duda, y es hasta qué punto el trabajar en la prevención de la obesidad podría suponer invocar a los "fantasmas" que favorecen los Trastornos Alimentarios (TA), tales como la anorexia o la bulimia nerviosa. Si para no favorecer el sobrepeso hay que controlar la ingesta y fomentar la actividad física, ¿qué mensaje es el que ha de prevalecer?. Este es un interrogante bastante razonable, pero lo cierto es que se despeja si consideramos lo engañoso del planteamiento. Ese ambiente "tóxico" que fomenta la obesidad también, aunque parezca paradójico, lo es para la expansión de los TA. Se calcula que más de la mitad de chicas adolescentes y cerca de un tercio de chicos se sienten insatisfechos con sus cuerpos y utilizan medios poco saludables como control de peso tales como fumar para mitigar el hambre, saltarse comidas, comer poco, vomitar o laxarse (Neumark-Sztainer, Hannan, Story, & Perry, 2004). Estos datos son los que se conectan con la epidemiología de los TA. Se calcula que 1 de cada 200 adolescentes desarrollará anorexia nerviosa (Lucas, Beard, O’ Fallon, y Kurland, 1991), la prevalencia de la bulimia nerviosa oscila entre 1-3% en población adolescente (Stein, 1991), y el trastorno por atracón varía entre el 5% para las chicas y el 3% en el caso de los chicos (Spitzer, Yanovski, Wadden, Wing, Marcus et al., 1993). Si se toman estos datos en conjunto, todo apunta a la necesidad de realizar intervenciones que cubran los diferentes tipos de problemas relacionados con el peso y los hábitos de alimentación. Si sólo nos dirigimos a intentar mitigar un problema puede que, con la mejor intención, se esté ayudando a incrementar el otro, dado que ambos pertenecen realmente al mismo espectro (obesidad, hábitos insanos de control de peso, trastornos alimentarios), y están siendo ocasionados por casi los mismos elementos, aunque en diferente combinación. No podemos volver al error de sobrevalorar el aspecto delgado, o de estigmatizar la obesidad o el sobre-peso, puesto que como indican Battle y Brownell (1996), si se quiere crear un ambiente que genere insatisfacción corporal, preocupación por la comida y por qué comer, si se quieren generar obesos y pacientes con TA, es difícil de imaginar una más eficaz que el nuestro; es decir, nos enfrentamos a los mismos factores de riesgo pese a sus diferentes manifestaciones en sus resultados.Aunque se realizan importantes esfuerzos por conseguir tratamientos más eficaces y eficientes para estos problemas (intervenciones multicomponentes, nuevas tecnologías, viejas estrategias orientales, etc.), y hay que seguir llevando a cabo estudios que avalen con evidencias empíricas sus resultados, lo cierto es que los tratamientos son siempre costosos, social y personalmente. Pensar en términos preventivos suele ser, a larga, lo más rentable, y mucho más en problemas que tanto tienen que ver con hábitos, costumbres sociales y valores culturales. Es necesario conseguir cambios en esos entornos para que promuevan maneras sanas de alimentarse, el ejercicio, y la aceptación propia y ajena de la diversidad de las constituciones, tamaños y formas corporales.
La lógica de un programa de prevención integrada que aborde tanto la obesidad como a los TA implica la utilización de un lenguaje común, una visión global de los factores de riesgo, problemas y formas de solucionarlo. Una excesiva presión social por estar delgado lleva a muchas personas, y más para aquellas que tienen algunos kilos de más o problemas de auto-estima, a implicarse en prácticas de riesgo para el desarrollo de un TA (hacer ayunos irracionales, no comer ciertos alimentos, vomitar, tomar laxantes, llevar una práctica irracional de ejercicio, etc.; Neumark-Sztainer, et al., 2004). Además, también ha quedado demostrado que, para muchas personas, en especial aquellas que están muy presionadas socialmente por adelgazar, el hacer dieta se convierte en un importante desencadenante de conductas de atracón, lo cual a su vez, hace que empeore su problema de peso (Field, Austin, Taylor, Malspeis, Rosner, et al., 2003).
El hecho de que exista una lógica preventiva única y común a todo el espectro de problemas relacionados con el peso evitará que se produzcan mensajes que, al estar circunscritos a sólo un extremo del problema, pueden parecer contradictorios (¿en qué quedamos? el peso corporal, ¿lo determina la genética o es el resultado del ejercicio y de los hábitos de alimentación?; ¿se ha de comer de todo?, ¿mejor no comer de aquello?, etc.). La realidad es compleja, y estos mensajes han de respetar y sobre todo, transmitir esa complejidad (los genes, los hábitos, los factores ambientales interactúan y contribuyen conjuntamente a nuestro estatus de peso; hay que comer de todo, pero también en la proporción adecuada, etc.).
Brownell (2002) realizó una serie de recomendaciones para una política preventiva de la obesidad sobre todo alertado por lo que sucede en USA (véase, p.ej., el documental de Super Size Me -Morgan Spurlock, 2004-, como ilustración del problema). Entre ellas se encuentran: incrementar las oportunidades para realizar ejercicio; regular los anuncios de alimentos para niños y adolescentes; prohibir la "comida basura" y los refrescos en los colegios; que la nutrición y la manera de alimentarse también formen parte de los programas educativos globales; y facilitar la venta de frutas y verduras, así como gravar impositivamente los productos con escaso poder nutritivo. Estas recomendaciones que, con mayor o menor dificultad, están abriéndose paso a través de las acciones concretas de los gobiernos, incluido el nuestro, en beneficio de sus ciudadanos, han de servir tanto a la prevención de la obesidad como a la de los TA.
Además de los componentes informativos y educativos sobre los hábitos saludables individuales y familiares a seguir, y de las acciones comunitarias que favorezcan que aquellos se conviertan en una realidad, cualquier programa de intervención también ha de incluir la promoción de "factores protectores". Tales factores tienen un mayor calado individual y son los que, frente a un entorno tóxico, pueden contribuir a la vulnerabilidad del individuo. El adolescente se inicia en toda esta serie de prácticas no saludables como medio de control de peso y del cuerpo con el fin de conseguir metas de significado personal que transcienden al mero "peso" (ser aceptado, popular, querido, "ser"). Por tanto, parece claro que hay que trabajar la auto-estima, ya que en estas edades el concepto y la estima por uno mismo es todo un reto; el crear defensas frente a las posibles bromas de los iguales y de la sociedad en general, contribuirá a crear una imagen corporal positiva y satisfactoria en el futuro; el fomentar un espíritu crítico ante la avalancha de información sobre determinados alimentos, o sobre la importancia y significado de determinadas formas corporales en mensajes publicitarios diseñados para ser eficaces en conquistar a su segmento de mercado, servirá para contrarrestar ese particular crisol que sirve, muchas veces, a la fusión entre los factores individuales y sociales (p. ej., los adolescentes que "consumen" artículos sobre dietas y cómo perder peso tienen 6 veces más probabilidad de implicarse en prácticas insanas de control de peso; véase Neumark-Sztainer, 2005).
Empiezan a recogerse datos de algunas de las experiencias preventivas con esta filosofía global interesada por cubrir todo el espectro de problemas relacionados con el peso. Por ejemplo, en el seguimiento realizado por Austin, Field, Wiecha, Peterson y Gortmaker (2005), se ha comprobado que con una intervención preventiva conjunta, no sólo se consiguió incrementar la proporción de consumo de alimentos saludables y reducir las horas de inactividad, sino que también había tenido efectos preventivos sobre la (no) aparición de prácticas como el vómito, el uso de laxantes o de fármacos dietéticos. Los esfuerzos futuros han de ir por este camino de integración de políticas preventivas que cubran toda esta amplia gama de problemas relacionadas con las prácticas de alimentación, las prácticas de ejercicio, el comer emocional, la preocupación por el peso, la preocupación por la imagen, la búsqueda del sentido de eficacia personal perdido, el sentirse estigmatizado, etc. En definitiva problemas comunes a la obesidad y a los TA.
Concepción Perpiñá - Universidad de Valencia
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