De alguna manera, nuestra forma de actuar como médicos, psicólogos, educadores y demás profesionales que atienden sanitaria y pedagógicamente a los niños, está generando una pandemia global, cuando somos precisamente nosotros las figuras encargadas de paliarla. Participamos de la opinión de que la mayoría de los profesionales se guían por una ética y entrega incuestionable, pero continuar siguiendo los dictados de la inercia que nos ha traído hasta aquí supone ahondar en el error y el sufrimiento. Como afirmaba Nietzsche, en muchas ocasiones el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
En algunos casos, la medicina institucionalizada dirige sus acciones en base al rédito económico, el prestigio profesional, la ideología política o el hecho de sumarse a la mayoría, más que por el alivio de la población o por los resultados de investigaciones auténticamente independientes. La salud mental, siempre abierta a interpretaciones diversas, es un terreno especialmente abonado para ello.
Existen dos ejemplos históricos que pueden ilustrarlo con claridad. La homosexualidad no desapareció definitivamente de los catálogos de enfermedades psiquiátricas hasta 1985. Por otro lado, en 1960 se contabilizaron 100.000 estadounidenses lobotomizados. Actualmente existe un acuerdo generalizado sobre la ausencia de base científica de la lobotomía, que ha llegado a declararse ilegal en varios países, aunque se entregara un Premio Nobel por su invención. En ocasiones, las conclusiones sobre diagnósticos y tratamientos en salud mental no obedecen a asépticos estudios científicos, sino a prejuicios metodológicos y a una compleja red de motivaciones (sociales, empresariales, políticas) que rebasan el interés por la salud de los afectados. El TDA supone hoy un ejemplo paradigmático de este fenómeno de medicalización.
Si partimos de una serie de presunciones erróneas, nuestras intenciones pueden ser honestas, pero los resultados catastróficos. No estamos afirmando que las familias que acuden en busca de ayuda no padezcan ningún tipo de sufrimiento, sino que la respuesta no es la adecuada. Los criterios diagnósticos son tan laxos que se patologiza el comportamiento de demasiados niños. Además, se realiza una excesiva simplificación de las problemáticas reales, medicando masivamente a niños que se beneficiarían de una atención más integral y adaptada a su situación específica. Revisemos algunas de las falacias que sostienen el TDA.
Ya en 1998, tras décadas de estudios, el Instituto Nacional de Investigación de los EE.UU. concluyo en una profunda revisión que no existían datos que encontraran una afectación cerebral asociada al TDA. Nada ha contrariado aun tal conclusión. Hasta la fecha no existen pruebas para definir el TDA como un déficit neurológico.
Existen también serias dudas acerca de la idoneidad de los métodos diagnósticos. Si el niño se adecua o no a un cuestionable listado de síntomas se infiere la existencia de un déficit cerebral. En muchos casos los datos son recabados de testimonios de personas emocionalmente involucradas con el niño. Además, en la práctica real, el diagnóstico se encuentra en ocasiones más en mano de educadores y médicos generalistas, que en la de psiquiatras o psicólogos, que en muchos de los casos carecen de formación específica en infancia.
El tratamiento con psicoestimulantes puede generar apatía, retiro social, depresión emocional y docilidad, así como comportamientos obsesivos y perseverantes, todos ellos, especialmente aptos para desenvolverse en ambientes altamente estructurados como son las escuelas actuales. Además, generan abundantes y perjudiciales efectos secundarios, ayudan a cronificar la situación y promueven la dependencia. Sumemos a todo lo anterior que colocar la etiqueta de enfermo mental acarrea graves consecuencias por estigmatización.
De alguna forma, es más fácil medicar a uno de cada veinte niños de un aula que reformar todo el sistema educativo. Bien podríamos diagnosticar a nuestra sociedad con TDA e hiperactividad ¿Cuándo medicamos a los niños para que se adapten a un medio escolar anacrónico estamos persiguiendo auténticamente su beneficio?
Defendemos que hemos de brindar una ayuda que respete la subjetividad de cada caso, que atienda la especificidad del sufrimiento de cada niño y su familia. Creemos que es necesario reivindicar el principio hipocrático primun non nocere (primero no dañar), comenzando por cuestionar las raíces del problema, que se encuentra más en los prejuicios de nuestra mirada y el funcionamiento global de la sociedad, que en los medicalizados cerebros de los niños. Se trata simplemente de hacer lo que sabemos hacer, trabajar por su interés, su salud y la promoción de su desarrollo.
El artículo completo puede encontrarse en la Revista Papeles del Psicólogo:
López, C. (2015). Medicalización de la infancia en salud mental: el caso paradigmático de los trastornos de atención. Papeles del Psicólogo Vol 36 (3), 174-181.
López, C. (2015). Medicalización de la infancia en salud mental: el caso paradigmático de los trastornos de atención. Papeles del Psicólogo Vol 36 (3), 174-181.
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FUENTE: INFOCOP
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