Cinco años después, Anabel me escribe por email. Ha leído mi reportaje ‘Yo quería sexo pero no así’, en el que explicaba que la mayoría de las agresiones sexuales las cometen conocidos de la víctima en contextos en los que ellas inicialmente contemplaban la posibilidad de tener sexo. Destacaba que estos delitos rara vez se denuncian, porque la víctima siente vergüenza y culpa. Anabel sí que denunció, pero la Justicia absolvió a Juanjo. Me manda la sentencia escaneada. Siente que solo le queda contar su historia para sensibilizar y hacer incidencia política.
“Esta sala cree que Anabel dice la verdad, en aquello que recuerda, cuando afirma que se considera víctima de una agresión sexual. Lo que no implica que Juanjo miente cuando afirma que la relación sexual fue consentida”, dice la sentencia. Es decir, los magistrados aceptan que Anabel sufrió una agresión sexual pero creen que Juanjo pudo no ser consciente de estar violándola. Según él, Anabel le invitó a su cama y se besaron y tocaron con normalidad.
La sentencia reconoce a partir de informes realizados por distintos psicólogos y psiquiatras que Anabel presentaba “daño psíquico propio de una agresión o abuso sexual”, acreditado por periciales aportadas por diferentes psicólogos y psiquiatras. En concreto, la denunciante llevaba cinco años con “ansiedad, retraimiento social, bajo ánimo, sensación de miedo, pesadillas, necesitando asistencia médica”. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo recuerda que en delitos de agresión sexual el testimonio de la víctima es suficiente si no se demuestra que hubiera un móvil de resentimiento o venganza y si la incriminación es sólida, sin ambigüedades ni contradicciones, dado que son delitos cometidos en la intimidad en los que no se puede exigir testigos ni otro tipo de pruebas. ¿Entonces, por qué no bastaba con la palabra de Anabel y con la evidencia de que había sufrido un síndrome de estrés postraumático? Porque no había dicho “no”.
La sentencia insiste en que Anabel no supo explicar cómo se inició el encuentro sexual y que, arguyendo que se quedó paralizada, no se opuso resistencia verbal ni física a la penetración vaginal. La judicatura consideró que la frase “Me estás haciendo daño” no era suficientemente contundente y que los hematomas que Anabel presentaba en los brazos “no permiten inferir el empleo de la fuerza o violencia inusuales”.
Consentimiento vs. placer compartido
Cuando una mujer denuncia a un hombre por agresión sexual, la defensa suele alegar que la relación fue consentida. El juez o la jueza tendrá que decidir si existió tal consentimiento. Pero esa decisión está atravesada por un imaginario social en el que sólo se identifica la violación como la penetración con violencia por parte de un desconocido. Un imaginario en el que está tan normalizado que las mujeres tengan sexo sin disfrutar (por hastío, por sentir una obligación moral, por haber crecido en una sociedad que niega nuestro placer…), que el hecho de que Anabel dijera “me estás haciendo daño” no supone oposición suficiente. Un imaginario en el que no se entiende que el consentimiento inicial no implica ausencia de abuso. La sentencia dice: “Existe una duda razonable sobre el inicio de una relación sexual consentida”. Pero la propia sentencia reconoce que no existen dudas sobre el final: Anabel lo vivió como una agresión sexual y quedó traumatizada.
Hay otro fragmento clave en la sentencia que muestra cómo la concepción sobre la sexualidad permea en los criterios de la judicatura: “En concreto, la frase ‘Vaya polvo de mierda’ no parece propia cuando alguien impone a otro por la fuerza una relación sexual, caso en el que no tiene sentido reprochar falta de interés”. Pues mi lectura es otra. La frase “Vaya polvo de mierda” es propia de la falta de empatía y de sensibilidad de alguien que ha mantenido hasta el final una relación sexual desoyendo que la otra persona lo estaba pasando mal. Más aún, yo la entiendo como una manera de humillar a quien no ha respondido a sus deseos. La interpretación de los jueces solo se explica por una cultura en la que se ve tan normal que un hombre tenga sexo despreocupadamente con una mujer sabiendo que ella lo está pasando mal. Una cultura desigual en la que el papel de las mujeres es dar placer (que goce o no poco importa) y en el que esa queja, ese derecho a poner nota, no se interpreta como una agresión verbal. Absolverle supone legitimar esta conducta, admitir que puede entrar en lo que se considera como esperable de una relación sexual.
Esta historia me recuerda a la de la denuncia de una violación en grupo en la Feria de Málaga, aunque en este caso la respuesta judicial fue aún más perversa: al archivo de la causa le siguió la condena de la joven por denuncias falsas. La denunciante había aparecido llorando y desorientada de madrugada. Dijo que la habían violado en grupo y un forense certificó que presentaba un desgarro vaginal. La juez archivó la causa basándose, entre otros elementos, en que varios testigos habían visto a la chica yéndose con los chicos por iniciativa propia, que había un selfie en el que aparecían sonrientes y que en el vídeo que los chicos grabaron mientras tenían sexo no se apreciaban forcejeos. De nuevo, que ella hubiera decidido irse con esos chicos lleva a la juez a entender que, como hubo “un inicio consentido”, el final no importa. De nuevo, se asume que si no forcejeamos, si nos quedamos quietas porque nos sentimos paralizadas o porque tememos que oponer resistencia lleve a una mayor violencia física, estamos consintiendo.
Pero hay algo que me inquietó especialmente. La joven terminó diciendo que se lo había inventado porque ellos la habían amenazado con difundir el vídeo. En ninguna de las noticias en las que se contó que la joven había sido condenada a 10 meses de prisión (como esta de El País) se prestó atención al hecho de que amenazar a una persona con difundir un contenido íntimo es un delito contra la intimidad y es una forma de violencia sexual. En ninguna de las noticias que leí se contó con alguna fuente experta en violencia sexual que explicase que muchas veces las propias víctimas se culpabilizan y dudan de si lo vivido puede considerarse una violación, debido a todos estos mitos sobre el consentimiento. Afortunadamente, hay jueces, como el que ha procesado a los cinco agresores sexuales de los pasados sanfermines, que entienden que grabar sin consentimiento es una vejación en sí misma.
Cuando la justicia revictimiza
“Si te digo la verdad, prefiero sufrir otra agresión que volver a tener un juicio. Sé que es fuerte lo que digo pero es así. El mundo judicial se encarga de juzgarte, de abrirte en canal y hacerte trizas”, me escribe Anabel. En los juicios le preguntaron con qué mano le bajó las bragas su ex y se tomó como una sospechosa laguna que no lo recordase. También le preguntaron insistentemente sobre cómo es su vida sexual actual, cinco años después de la violación. “Entraron en cortocircuito al decirles que era satisfactoria. Para su mentalidad o eres una pobre niña inocente y frágil a la que han destruido o te lo estás inventando para vengarte. No conciben que eres una chica normal que en un momento dado te pudo pasar la idea de follar con un tío y después cambiar de opinión. La jurisprudencia actual se mueve en machistas dicotomías que hacen que el daño producido en tu cuerpo quede impune”.
La defensa de Anabel pedía prisión, prohibición de aproximación y de comunicación y una indemnización por el daño psicológico. Los magistrados que reconocían ese daño psicológico y que creían en la veracidad de su testimonio, no solo descartaron la privación de libertad para Juanjo, sino que descartaron cualquier otra medida que sirviera para que Anabel se sintiera reparada o para que el denunciado asumiera la responsabilidad de haber abusado de su expareja y amiga, y aprendiera a distinguir una relación deseada de una que se vive como agresión.
No es la única víctima de violencia machista que me dice que si volviera atrás, no hubiera denunciado, porque la violencia institucional (esos interrogatorios implacables en los que la víctima es tratada como sospechosa) ha sido tanto o más dolorosa que la agresión. En el cuarto anuario de Pikara en papel, que se publicará a mediados de septiembre, publico un reportaje sobre el auge de las denuncias cruzadas: la estrategia de defensa que consiste en acusar a la víctima de lesiones (y, en este caso, de denunciar en falso) está provocando que muchas mujeres no denuncien o retiren la denuncia por miedo a terminar condenadas. Si le hubiera ocurrido hoy, la joven que denunció la violación en grupo en Málaga seguro que no hubiera denunciado. Mientras el Gobierno repite ‘No te calles, denuncia’, una joven violada en grupo termina con antecendentes penales por haber confiado en una justicia marcada por los prejuicios patriarcales.
En fiestas, ‘no es no’
Este verano, más que nunca, los medios han informado sobre agresiones sexuales en fiestas (especialmente en sanfermines, donde este año la ciudadanía ha llenado las calles en respuesta a la docena de denuncias) y sobre las campañas de prevención y acompañamiento a mujeres que han lanzado colectivos feministas, instituciones y comparsas. Los sanfermines se han convertido en un símbolo, no solo por las imágenes del txupinazo, sino por casos como el asesinato de Nagore Laffage. En su juicio también flotó la acusación de que ella había decidido subir al piso de José Diego Yllanes, como si eso la obligase a aceptar cualquier cosa que viniera después.
El lema más habitual, claro y contundente, es “No es no”. Sin embargo, esa consigna tiene trampa: se responsabiliza a la mujer de explicitar su oposición en vez de promover un modelo de ligoteo basado en la empatía y el placer compartido. Decir que no es difícil, sobre todo teniendo en cuenta que el modelo de feminidad que se nos impone sigue emplazando a complacer, a no hacer ruido y a estar desconectadas con nuestro deseo sexual. Parece mentira que se siga considerando que quedarse inmóvil o expresar dolor es de lo más normal en una relación heterosexual.
A la vez que cultivamos la capacidad de decir que no, también tenemos que garantizar la libertad sexual: poder decir “sí” sin miedo al juicio social, porque el miedo a ser tachada de guarra sigue a la orden del día. Mientras nos llevamos las manos a la cabeza porque la gente joven sigue con esquemas caducos sobre las relaciones y la sexualidad, los juzgados emiten sentencias en las que se considera que si una mujer dice sí, luego ya no puede decir que no.
FUENTE: eldiario.es / Píkara
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