Desde aquel día empecé a encontrar siniestra toda esa palabrería que antes me había parecido simple tontería. Tomé conciencia del papel social que estaba jugando ese tipo de discurso. Un discurso que estaba por todos los sitios y que inundaba los medios de masas, los estantes de las librerías, las redes profesionales y las insufribles sesiones de buen rollo laboral que ahora endilgan a sus empleados muchos departamentos de recursos humanos que, por otra parte, se comportan como auténticos hijos de Satanás. Una verborrea que permitía, además, que cualquier vendedor de humo fuera de gurú por la vida porque en su tarjeta de visita, o en su “identidad virtual”, se ponía etiquetas tan grandilocuentes como ridículas: entrenador (en inglés, que suena mejor), exponenciadora de equipos, líder de pensamiento, facilitadora, visor de potencial, estimuladora de la proactividad… Por debajo de toda la jerigonza los mensajes de estos “gurús” solían resumirse en que había que ser positivo y afrontar la vida sin negatividades, porque así uno sería feliz, la suerte estaría de su parte y conseguiría todo aquello que se propusiera. O sea, una estupidez sin paliativos. Pero una estupidez que ha devenido dogma sin religión, argumento dominante. Y que permite a los “gurús” ganarse unos buenos duros con gente dispuesta a pagar por cualquier cosa.
La convención del momento es esta. Por eso me sorprendió cuando en el canal de Ivoox de la UNED encontré un día una lección de dos profesores de Psicología exponiendo la cara siniestra de esta plaga de positividad que todo lo invade. José Carlos Loredo Narciandi, profesor del Departamento de Psicología Básica de la UNED, y Edgar Cabanas Díaz, investigador de la Universidad Autónoma de Madrid, le daban un repaso a la Psicología positiva en un audio de apenas media hora: “¿Nacidos para ser felices? El lado oscuro de la psicología positiva“. El discurso de la psicología positiva, se decía, es heredero de la cultura estadounidense y presenta una concepción individualista de la felicidadcomo aspiración natural del ser humano, algo que depende de una adecuada gestión de la fuerza interior y no de las circunstancias externas. A la hora de afrontar la vida lo importante son las emociones positivas, encarar los problemas con optimismo y buscar la felicidad y el bienestar personales. Esta reducción de la felicidad a una cuestión de voluntad individual oculta al receptor inadvertido de tales mensajes el contenido ideológico que hay detrás, y que no es inocente en absoluto. La psicología positiva, aunque prospere como mercancía gracias a disimularlo, sirve a unos intereses, una ideología, unos códigos de valores y una agenda antropológica muy concreta. No es algo empírico, objetivo ni neutro. Su concepción de la felicidad no es “la” felicidad en sí, como tal -en caso de que eso existiera-, sino una propuesta de un tipo particular de felicidad hija de un humus ideológico concreto. No es la felicidad de la cultura clásica, por ejemplo, que se asociaba a la potencia contemplativa, a una libertad interior templada por el amor a la sabiduría, a la evitación del dolor y el disfrute de la belleza o al honor derivado del ejercicio del heroísmo. No es tampoco la felicidad de las culturas orientales, ligada a la armonía social (no al individualismo) y a la ascesis que parte de la irrelevancia del yo y de la superación de todo deseo (empezando por el de triunfar en el mundo). La concepción de la felicidad de la psicología positiva ni siquiera está emparentada con la concepción del primer liberalismo, como a veces se pretende. Para los liberales clásicos la felicidad estaba asociada al deber social, no a la satisfacción individual, que se consideraba despreciable por su autocomplacencia y su egoísmo. Así que en realidad el modelo de felicidad que presenta esta psicología está directamente relacionado con el capitalismo postmoderno, el darwinismo social y el pensamiento neoliberal contemporáneo, que es mucho más que una teoría política de las prácticas económicas. Como señalaban los profesores Loredo y Cabanas, presupone “una ontología individualista que concibe a los sujetos como seres naturalmente autosuficientes y que pueden maximizar todo en su propio beneficio”. Si no lo hacen, sólo ellos son los culpables de no triunfar, de no obtener placer, de no sentirse bien, de no ganar suficiente dinero, en suma, de no ser “felices”. Las implicaciones políticas y socioeconómicas de semejantes planteamientos pueden no ser obvias, pero están ahí. Primero, el darwinismo social: la vida humana es una lucha, la sociedad es el marco de esa pelea y los triunfadores son los “animales más fuertes” que han conseguido imponerse y sobresalir en la manada humana. Aquel que no triunfa no debe exigir ayuda ni compasión: es débil, es menos apto y debe asumir su propia deficiencia porque es exclusiva responsabilidad suya. A partir de aquí, los mensajes de la psicología positiva se utilizan para neutralizar el descontento que provoca la situación de crisis actual, con la destrucción del horizonte vital, social y económico de amplios sectores de las clases bajas y medias occidentales. “Nos bombardean con más felicidad cuanto menos posible es en la realidad estar bien”, nos hablan de “ser más positivos” y “más proactivos” cuanto menos posible es en la práctica cualquier esperanza social.
Las aplicaciones en el ámbito de la empresa de estos planteamientos tampoco son inocentes. En un momento en que el trabajo es escaso, precario, inseguro y mal pagado, en el que las empresas o “los mercados” han roto unilateralmente con cualquier obligación o lealtad que no sea la de su propia “felicidad” (ganar el máximo dinero al menor coste posible), la psicología positiva -tan utilizada en el coaching y la administración de recursos humanos- ha impuesto en el mundo laboral un discurso venenoso que enfatiza una supuesta “autonomía personal”, y con ella la “flexibilidad”, la “proactividad” y otras jerigonzas similares, para hacer que los trabajadores carguen sobre sus espaldas toda la responsabilidad de su éxito o su fracaso laborales. Se exime así de mancha moral a las legislaciones laborales de nuevo cuño y a las empresas que despiden a trabajadores leales y responsables, que ocasionan dramas personales y familiares y que contribuyen a deteriorar el clima social. O se exime de crítica también, y en un sentido más amplio, a las prácticas políticas y económicas actuales que están liquidando la justicia social y las seguridades duramente ganadas por las clases bajas y medias occidentales a lo largo del siglo XX. Una liquidación, por cierto, que pone en peligro la continuidad de los propios sistemas democráticos, aunque eso cada vez parezca importar menos. El analista de seguridad y defensa Jesús Pérez Triana tuiteaba en su día un artículo del diario El Mundo –Y así llegó el fin de la clase media– con la siguiente apostilla: “Luego debatimos sobre por qué la gente cabreada vota estúpidamente”. También podemos debatir sobre por qué pueden encontrar siniestra la palabrería y el voluntarismo de la psicología positiva aplicados a un ámbito laboral y social cada vez más despiadado.
Aunque en el audio de la UNED no se menciona, todo este discurso de la felicidad individualista y la positividad ha echado mano más recientemente de elementos de las tradiciones orientales, especialmente del budismo. La moda del mindfulness -una vulgarización occidental de la meditación vipassana, desprovista de su orientación ascética- es un ejemplo. En la tradición clásica los estoicos han sido otras víctimas involuntarias de la tergiversación utilitarista. Aunque en el terreno académico los presupuestos de la psicología positiva cada vez son más discutidos (ver el trabajo Falacias de la psicología positiva de Roberto García Álvarez y Víctor Martínez Loredo), lo cierto es que el éxito de esta no se halla en los ámbitos de debate teórico sino en sus aplicaciones concretas. El audio de la UNED recuerda que han sido grandes corporaciones como Coca Cola, el Ejército estadounidense o la Fundación Templeton -gran propagadora del neoliberalismo- las entidades que han financiado más trabajos sobre la psicología positiva. Eso quiere decir algo, evidentemente.
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