Muchas veces sueño con mi padre, que aparece en los escenarios de mi infancia: el Parque del Oeste, el Mediterráneo o la sierra de Guadarrama. Mi reacción inicial es de estupor, pero enseguida me acerco y le abrazo emocionado. “Has crecido. Ya no eres un niño”, me comenta con una sonrisa, mientras me aleja con los brazos para contemplarme mejor. Me sorprende que la muerte no haya afectado a su apariencia. Su aspecto coincide milimétricamente con mis recuerdos: los ojos negros, profundos y algo melancólicos; el pelo entrecano y ligeramente ondulado; las manos pulcras, cálidas y cercanas. Su indumentaria ha sobrevivido a los vaivenes de la moda: traje de chaqueta, corbata de rayas, zapatos de cordones. Parece un profesor inglés, que pasea por los jardines del campus, pero su voz conserva su acento cordobés y delata su procedencia. “¡Cuántas cosas nos hemos perdido!”, exclama mi padre. “Me hubiera gustado estar a tu lado mientras crecías, leer tus primeros esbozos literarios, escucharte cuando lo necesitabas, ayudarte a sobrellevar las desilusiones, conocer a tu mujer”. Yo le escucho apenado, pensando en todo lo que nos ha arrebatado la muerte. Solo tenía ocho años cuando un infarto detuvo su corazón, con un estertor helado. “Pero ahora podemos hablar”, afirma rebosante de afecto. “Podemos hablar todo lo que queramos. El tiempo ya no es un problema”. Noto que aguarda expectante. Tal vez espera que le hable de mis hijos, de esos nietos que no llegaron a nacer y cuya ausencia prefigura una vejez solitaria, con la angustia de no saber qué sucederá con una biblioteca que atesora la pasión por el saber y la belleza de tres generaciones. El sueño suele finalizar con los dos paseando por un camino asfaltado de hojas muertas que crujen bajo nuestros pasos o por la orilla del mar, con las montañas de La Manga recortándose sobre un cielo de un azul perfecto.
Otras veces, sueño con mi hermano. Paseamos por la Rosaleda del Parque del Oeste, buscando la sombra de una pérgola o bordeando el frescor de una fuente. Nos separaban casi veinte años, pero en mis sueños es un joven, casi un adolescente. Con sus gafas de pasta negra y su expresión de desengaño, apenas habla. Ensimismado, huraño, decepcionado, parece haber renunciado a cualquier forma de esperanza. Intento romper su reserva, pero solo consigo respuestas breves y desganadas. Le digo que he conocido a su hija Clara y advierto que sus ojos azules tiemblan como un estanque estremecido por un viento otoñal. Le digo que es joven, hermosa. “Contempla el futuro sin miedo”, aseguro, sin ignorar que casi siempre desconocemos el interior de los otros, su intimidad más recóndita. Suspira aliviado, pero persiste en su silencio. De repente, se interna en un pasillo de tierra sombreado por álamos y se convierte en una silueta esbelta y alargada. Después, desaparece. Interpreto ese final abrupto como una metáfora de su suicidio, que aún resuena en mi memoria como un violento portazo. En otras ocasiones, sueño con la vejez, la enfermedad o una casa en ruinas. A veces se combinan esos tres fantasmas y me contemplo a mí mismo en el centro de una habitación, con las paredes sucias y llenas de humedades. Estoy sentado, con una manta vieja sobre las rodillas y la mirada extraviada. Me duelen las piernas y no puedo moverme. Mis manos están cuarteadas, como viejos pergaminos. Llenas de manchas de color café, sus arrugas parecen las heridas de un árbol moribundo. Hay libros en el suelo. Bocabajo y abiertos por la mitad, parecen cadáveres flotando sobre un río. Por una ventana con el cristal roto, se cuela un haz de luz, que solo añade desolación. Al despertar, no siento alivio, sino confusión. El cóctel de pastillas que me permite dormir ocho o nueve horas cada noche me produce una resaca semejante a la de una gigantesca borrachera. Vivo en una casa de campo con varios tramos de escaleras. Duermo en el piso bajo, huyendo del calor en verano y del frío en invierno. Subir los escalones me resulta tan penoso como escalar una pared llena de aristas. Ni siquiera puedo mantenerme recto. Encorvado, me tambaleo como un borracho o como el viajero de un barco en mitad de una tormenta. Necesito un par de horas para aclarar mi mente y caminar con normalidad. Muchas veces me pregunto si aún estoy soñando. Suelo recordar mis pesadillas y eso acentúa el sentimiento de irrealidad. Mirar los árboles de mi jardín me despeja y ayuda a mis sentidos a recuperar el sentido de lo real. Siento que las dos higueras que crecen en una esquina me saludan, indicándome que he vuelto una vez más a casa.
Paso el resto de la mañana escribiendo, sin conocer el valor real de mis textos. Solo he terminado un libro, pero he escrito varios cuentos que este otoño se convertirán en un nuevo título. Un segundo libro siempre constituye un motivo de esperanza, pues revela que no eres un autor ocasional, sino un escritor con vocación, capaz de vencer sus inseguridades. Por la tarde, suelo leer y a veces paseo. Un bosque de pinos y un pequeño olivar restan dureza a la estepa castellana. Hacia el norte, unas montañas azules y con las crestas nevadas en invierno contienen el vacío de un paisaje que se extiende como una interminable planicie, con arbustos, matorrales, jaras y algunos ríos de caudal raquítico. Las hileras de árboles delatan la presencia de agua, pero solo son pinceladas de frescor en una tierra áspera y despoblada. Hacia el sur, no hay nada, salvo valles que se copian unos a otros con la fatalidad de un inmenso cementerio. Solo el vuelo de las rapaces y la aparición de conejos, avutardas o perdices disipan la ilusión de caminar por un yermo. La tierra roturada también recuerda que hay vida esperando convertirse en trigo y cebada. Las semillas invisibles palpitan como un niño en el vientre materno. No soy un caminante infatigable, sino un viajero que decide cancelar sus planes apenas se ha alejado de casa unos metros. Hace unos días, planeé un pequeño viaje hacia una ciudad con viejas murallas, una catedral románico-gótica, varios ríos sombreados por árboles frondosos y un castillo medieval semiderruido, con el encanto de lo fragmentario o inacabado. Desistí a última hora, cuando ya había preparado todo. La ansiedad que me producía enfrentarme a un cambio de escenario me dejó varado, como una nave con la quilla hundida en un bancal de arena y los mástiles descabezados por el viento. No renuncio a ese viaje, pero me consolaría pensar que los otros –los que soportan la corriente de la vida, sin hundirse una y otra vez en su fondo turbulento- pueden atisbar el sufrimiento de una mente herida, con graves problemas para hacer algo tan trivial como viajar a una ciudad cercana, mantener una conversación o enviar una simple carta. Para un bipolar, cada día es un viaje. Un viaje incierto, extenuante, ingrato. Escribir también es un viaje y nunca renunciaré a ese trasiego, no exento de dudas, desánimo y fracasos. Ha llegado la noche y solo me separan unas horas del sueño. Si el ser humano pudiera controlar sus sueños, sería un pequeño demiurgo. El inconsciente es tan invencible como un océano furioso. Por eso, me conformo con un deseo. Soñar con esa ciudad que no visité, pero cuyas calles aún me esperan para mostrarme que la belleza es un fruto al alcance de nuestras manos.
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