La Salud Mental es uno de los muchos retos que la sociedad moderna tiene que resolver en el siglo XXI, no solo en España sino en toda la Comunidad Europea. Después de la Segunda Guerra Mundial los problemas mentales se han duplicado; a pesar de ello los recursos que se han empleado en su tratamiento han ido disminuyendo progresivamente hasta llegar a casos como el del estado español en el que nada más existe presupuesto para recetar fármacos a los pacientes, que pocas veces ayudan aunque palian en alguna medida su malestar. Desde mi punto de vista a largo plazo resultaría más eficaz y rentable económicamente invertir en psicoterapia que en cronificar a los pacientes con el mantenimiento de los tratamientos farmacológicos. Supongo que la presión de las multinacionales del sector tendrá algo que ver en el asunto.
Aunque son muchos los trastornos que pueden aquejar al ciudadano, se suele considerar como «enfermedad mental grave» a aquella que produce alteraciones incapacitantes a nivel cognitivo, afectivo y social. Quizá los trastornos más asociados a esta descripción sean la esquizofrenia y el trastorno bipolar. En ambos casos el enfermo no tiene un contacto racional con la realidad, padece distorsiones perceptivas lo suficientemente graves como para impedir su desarrollo individual e integración social. Ni que decir tiene que estas personas pierden gran parte de su autonomía por lo que suelen depender de las familias.
Desde los años 70 se viene trabajando en modelos de apoyo familiar que contribuyen a mejorar su situación y en la medida de lo posible facilitan su incorporación activa a la sociedad. Éstos pretenden que los allegados posean ciertos conocimientos sobre la enfermedad y entiendan las consecuencias que tiene en la vida cotidiana. También se centran en enseñarles a resolver los problemas de un modo no estresante, de tal manera que favorezcan la recuperación del afectado.
Existen varios modelos de intervención que han demostrado experimentalmente su eficacia: el Modelo de Anderson, el Modelo de Leff, el Modelo de Fallon y el Modelo de Tarrier. Todos enfocan el trato con las familias con una actitud positiva, centrada en no culpabilizar y reconocer el esfuerzo que las mismas realizan; establecen un vínculo de apoyo sólido con las familias, haciéndoles ver que los profesionales van a estar siempre disponibles en los momentos difíciles. La relación con ellas se centra en problemas concretos que van surgiendo en cada caso, tratando de favorecer expectativas racionales sobre la evolución del paciente en el futuro. Este sería el punto de partida en cualquiera de las intervenciones.
Los objetivos a conseguir en todos los modelos son:
- Informar sobre el problema del enfermo: etiología, evolución y posibles tratamientos.
- Enseñar a manejar el estrés que genera el contacto diario con ellos y especialmente en las fases agudas de la enfermedad.
- Establecer metas razonables.
En España se están aplicando varios programas en esta línea con buenos resultados pero por desgracia no se han generalizado a toda la población afectada porque las distintas administraciones no destinan recursos económicos a este fin.
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